Es un lunes cualquiera.
Según tu costumbre llegas temprano a la oficina, por aquello de empezar la semana con buen pie y desembarazarte lo antes posible de la pereza que suele acompañarte después de un buen fin de semana. Todo parece desarrollarse como siempre. Tranquilamente sacas el primer café de la máquina y te dispones a atacar las primeras tareas del día. Todo normal. Todo como de costumbre.
Sin embargo, no todo es como siempre. Al dirigirte hacía tu mesa te das cuenta de que alguien espera en recepción con actitud inquieta y te viene a la cabeza el breve email que el pasado jueves enviaron desde recursos humanos informando de la incorporación un nuevo compañero.
Le miras con curiosidad no exenta de cierto morbo. Y no es para menos, porque es ya la tercera persona en 7 meses que llega para tratar de cubrir la baja de Alfredo, aquel entrañable compañero que había ocupado su puesto durante los últimos 8 años y que decidió marcharse de la empresa en busca de nuevas metas profesionales.
Te preguntas si debes o no acercarte a saludar. No es una cuestión de buena o mala educación, es que ya dudas seriamente de que este buen hombre sea el que definitivamente se quede en el puesto y, claro, no quieres hacer demasiadas migas con él no sea que, al igual que los dos anteriores, se marche (o le despidan) justo cuando empezaba a caerte medio bien.
Decides esperar a la presentación “oficial”; ese paseíllo siempre tenso e incómodo en el que el jefe de personal arrastra al nuevo por toda la planta presentando y “exhibiendo” la última adquisición.
No puedes evitar preguntarte si todo el mundo será igual de escéptico ante este nuevo intento de cubrir el puesto de Alfredo. Recuerdas perfectamente que cuando viste aparecer al primer candidato sólo pensante en si sería tan bueno contando chistes. Pero hoy piensas en las quejas de los que —por tercera vez— deberán invertir su tiempo en formarle, en el hastío y el escepticismo con que quizá lo hagan. Piensas en los que tendrán que pasar pacientes horas con él para ayudarle a asimilar las peculiaridades de esta “santa” empresa. Piensas en toda la gente que le va a conocer en los próximos días, compañeros, clientes, jefes, proveedores, colaboradores… y, con una obligada sonrisa le darán una obligada bienvenida preguntándose, igual que tú ¿cuánto va a durar este? En definitiva, piensas en la enorme cantidad de tiempo y energía que hay detrás de este hecho nada trivial.
Por último, piensas en esa persona que está sentada en recepción, esperando a que dé comienzo su primer día de trabajo aquí, donde tú también trabajas. Piensas en la ilusión y expectativas con las que posiblemente afronta el duro comienzo en su nuevo puesto; en todas las preguntas sin respuesta que pasarán por su cabeza, en todo el esfuerzo que tendrá que aplicar para asimilar toda la nueva información que va a recibir; y en todos los miedos, grandes y pequeños, que tendrá que superar durante los difíciles primeros días.
Vuelves a mirarle, y decides no sólo ir saludarle. Decides que vas a ser el primero en invitarle a un café y desearle, de todo corazón, mucha suerte en esta nueva —e incierta— etapa profesional a la que se enfrenta.
¿Cuánto cuesta seleccionar a la persona adecuada?
¿Cuál es el verdadero coste de equivocase?
En este país, las empresas o empleadores, tienen excesivamente estereotipados a los candidatos: formación determinada, edad, experiencia concreta etc.., obviando por completo algunos elementos connaturales, a la vez que fundamentales, y que pueden hacer al candidato más o menos receptivo, no solo al aprendizaje, sino también a la posterior adaptación y buen desarrollo en la labor que se le encomienda.
Ni un título determinado, ni la experiencia, es a veces sinónimo de éxito; hace falta más flexibilidad y humanismo para la selección de personal.
Hola Julián, completamente de acuerdo contigo. Si fuéramos sólo un poco más abiertos (y flexibles) con los perfiles todos ganaríamos; pero a veces da demasiado miedo asumir el riesgo que implica. Siempre cuesta salir de las zonas de confort, pero deberíamos aceptar que es un riesgo que merece la pena.